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¿Has escuchado alguna vez alrededor de una mesa la pregunta? “Si fueras a morir mañana, ¿cuál sería tú ultima comida?”...
Ha sido una constate en las ultimas reuniones en las que me he encontrado y pone a pensar que todos los que nos enamoramos de la industria gastronómica, seguimos en lo correcto.
No hay mayor placer que la comida, tanto así, que la consideras una de las cosas más importantes “Antes de Morir”, ya sea por aquel aroma a comino que te recuerda a tu abuela guisando frijoles en aquella olla de barro, ese sabor tan peculiar que desconocías y que cuando experimentaste por primera vez, te voló la cabeza. O simplemente aquella sopa de coditos con jamón y crema que te recordaba esos festejos infantiles donde te sentías tan feliz.
Después de tantas conversaciones en mi caminar por el mundo de la gastronomía, entiendo que vivimos en un planeta donde aparentar sigue siendo un tema importante. Nos gusta aparentar saber, aparentar tener, aparentar conocer. Pero a pesar de toda esta presión social en la que nos encontramos, a las redes sociales, a los estilos de vida inalcanzables. No hay otra constante en el placer que no sea la comida, la mesa, los vinos, esa experiencia que se queda para siempre en nuestros cinco sentidos y que crea un recuerdo, quizás bueno, quizás amargo, pero que al final se queda.
Podemos criticar a quien viaja solo para comer, quien gasta mucho dinero en una comida, durante una hora o dos de su día, pero créeme, tú que estas leyendo esto, tienes recuerdos y sabores que se quedan para siempre en la memoria, estos duran más tiempo y valen más pesos que los invertidos.
Si algo nos enseñó mi padre es a no escatimar en las cosas que nos causan placer o satisfacción, en apostarle a pagar por lo que te emociona. A mí me emociona la comida. Todos los viajes familiares me dan la oportunidad de elegir uno o dos lugares para comer, y es una gran responsabilidad, porque complacer los paladares de cinco personas completamente diferentes es un reto complicado.
Como nuestro más reciente viaje a Puerto Vallarta. Fue todo un reto sacar a la familia de ese gran All Inclusive, para llevarlos a comer a un restaurante cerca del malecón. En aquella ocasión quería que mi papá probara un buen producto de mar, con una buena técnica, así que elegí Oyster Grill de La Docena.
Recuerdo perfecto cuando llega el momento en el que los precios en la carta excedían el ticket promedio que quizá mi padre estaba dispuesto a pagar. Como siempre, sugerí pedir al centro. Llegaron una variedad de ostiones, acompañados de otros platos como el filete zarandeado y chipirones (que me emociona cada vez que los veo en una carta). Al terminar los primeros platos, yo no paraba de ver su cara, estaba contento, seguía buscando en la carta nueva opciones, nuevos sabores por descubrir. Al igual que yo, a la hora que llegó la cuenta no paraba de decir “si valió la pena”. El momento le despertó esa memoria, esa extraña sorpresa que se convirtió casi en obsesión con los ostiones nuevamente.
Si al regreso a nuestra tierra mi padre hace una llamada repentina durante el día para preguntarme “¿Cómo se llamaba aquel lugar?” ¡me doy por bien servida! Con esa emoción que le provocó algún plato o simplemente la armonía del lugar, lo recomienda a diestra y siniestra con quien se cruza en su camino.
De igual manera si tuve una mala elección, eso se convierte en aquel recuerdo que nos causa gracia y que, al contrario de una mala experiencia, se vuelve una anécdota chusca para compartir a lo largo de nuestras comidas de domingo.
Siempre que escucho comentarios como "sí valió la pena" y ver qué la familia confía en mi criterio: cómo lo agradecen, lo aplauden y no dudan en decir “buena elección Natalia”, confirma fuera de toda duda que ésa es mi misión, comer, descubrir, aprender y seguir en la búsqueda de experiencias para continuar nutriendo mi alma y ampliando mi paladar.
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